Corría el año 1988 y acababa de comenzar mis estudios de ingeniero agrónomo en la Universidad de Córdoba. Una de las clases había terminado y me acerqué a la mesa del profesor pues no me habían satisfecho algunas de las respuestas que había escuchado.

Por poner un poco de contexto… yo venía (y vengo) de un entorno cooperativo “muy militante” de pequeños agricultores en la agricultura intensiva del sureste español. Por su parte, el profesor era también “muy militante” (Vuelvo a recordar que estamos en 1988) en sus planteamientos sobre la agricultura, la reforma agraria, el movimiento agrario y etc.

No es que yo esperara una complacencia con mis puntos de vista en mis intervenciones en clase pero ni mucho menos estaba preparado para el desdén y el sarcasmo.

Según sus palabras, nuestra agricultura intensiva era horrible, fea, dañina. Para mí fue todo un shock. Y cuando comprendí de dónde venía el tema, fue aún peor.

Yo era el primer universitario de mi familia en toda la historia (tantas generaciones atrás como quieran remontarse) y esto, marca a fuego. Llegue a la universidad con la visión del niño que creció siendo pobre. Con la arrogancia impostada del que sabe que llega un sitio que no ha sido creado para su clase social. Un sitio para formar a las élites del país.

Cómo podréis suponer, cualquier comentario negativo del sitio de dónde yo venía o de la manera en la que nos ganábamos la vida era una afrenta insoslayable pero también un terremoto en mi autoestima.

La agricultura intensiva del sureste español empezaba a ser rentable. Las primeras imágenes de agricultores conduciendo Mercedes eran la comidilla de cierta prensa. Lo que solía evitarse era comentar era el resto del paisaje.

Esos agricultores (y sus familias) se mataban a trabajar. Horas interminables en un invernadero de sol a sol. Todos juntos trabajando: abuelos, adultos y niños. Pieles ajadas por el sol, manos agrietadas y endurecidas. Dos comidas bajo un sombrajo y vidas sufridas pero agradecidas de tener un futuro, una casa y sí, ¡qué cojones!, el que pudiera, un Mercedes (lo siento, todavía me enfada).

Pero seguíamos siendo algo “feo”. Una panda de hombres y mujeres poco instruidos matándose por sacar rendimiento a una pequeña finca de poco menos de una hectárea.

En la versión elitista del mundo de mi profesor, la agricultura extensiva, llena de braceros que no eran dueños de su destino, era la agricultura “bonita”. Eso sí, jornaleros a los que había que ayudar en sus movimientos de ocupación de tierras para crear proyectos colectivistas.

Yo ya no soy ese niño con conciencia de clase (en el sentido de conocer cuál era «mi sitio»). Y afortunadamente, nuestra sociedad ha cambiado mucho y a mejor, pero algunas cosas sobreviven. La agricultura intensiva del sureste español sigue siendo «fea» para muchos.

Esto es extremadamente relevante no sólo porque hemos internalizado este discurso sino también, porque los consumidores están convencidos de ello. La idealización de la agricultura en la mente de los consumidores casa mal con las realidades de nuestras zonas de producción.

Hoy en día, hay numerosas iniciativas tratando de reforzar la imagen de naturalidad y responsabilidad de la agricultura intensiva española (sirva como ejemplo la de: Un mar de Razones de HortiEspaña) pero me temo, que no parece ser suficiente. La batalla de la comunicación sigue estando donde estaba: “emociones frente a razón”.

Espero que no se me entienda mal… La batalla de la razón hay que darla, pero aparte de tener razón hemos de convencer y en ese sentido, hemos de apelar a las emociones.

Muchos de los consumidores actuales, en países desarrollados, son como mi antiguo profesor. Es posible que atiendan a razones, pero les incomoda que “seamos feos”.

Los retos para el futuro son enormes (sostenibilidad, agua, rentabilidad, etc.) y este artículo visto desde nuestra perspectiva puede resultar incluso una “boutade”, pero os aseguro que desde una perspectiva marketiniana, la visión/misión de los agricultores como garantes del medioambiente y el paisaje, será clave.

Es sorprendente que esta orientación estética esté poco presente en nuestros planteamientos sectoriales. Tan sólo cuando ya es irremediable hablamos de un “barrido cero” en alguna zona.  Pero si por algún sitio hemos de empezar, es por dejar de pensar, nosotros mismos, en clave de fealdad y ver y cuidar nuestras explotaciones como si de jardines se trataran. Hay que conseguir emocionar a los consumidores con la belleza de la naturaleza en el mundo agrícola.

Y en cuanto a las administraciones, aprovechando que estamos en campaña, habremos de pedirles que nos ayuden a gestionar infraestructuras, caminos, accesos, circuitos de retirada, y limpieza general.