Los productos hortofrutícolas son considerados tradicionalmente como «commodities«.

Es decir, que su precio viene dado estrictamente por un mercado en donde existen numerosos compradores y oferentes. Al ser percibidos como estándares con una capacidad de diferenciación baja, el precio se constituye como principal elemento competitivo. Los productores al no poder incidir sobre el precio de los productos (que siempre van a la baja por la presión competitiva) vuelven sus ojos hacia la productividad por metro cuadrado de sus explotaciones.

productividadPara aumentar la productividad de las explotaciones hay dos respuestas básicas: inversión en tecnología (mejoras en instalaciones de riego, mejoras en estructuras de protección de cultivo, etc.) o utilizar semillas mejoradas de variedades más productivas.

Ni que decir tiene que la opción elegida mayoritariamente es el uso de semillas más productivas. La inversión es menor y además tiene la ventaja de que no se constituye en un coste fijo para la explotación. Y aquí es donde viene el problema y la gran diferencia de la agricultura con otros sectores productivos.

Al forzar la máquina en la productividad hemos perdido el sabor de los productos hortofrutícolas. Si son commodities, y todos somos iguales, y sólo se nos mide por el precio que somos capaces de dar al comprador profesional de la cadena de distribución…

¿A quién le importa el sabor?. La respuesta es clara, ¡le importa al consumidor!.

Y si esto es relevante para el consumidor, es que hay una oportunidad para diferenciarse. Lo difícil es llevar esta propuesta diferenciada hasta el consumidor final debido a que la poca dimensión de las empresas hortofrutícolas les hace casi imposible implementar la necesaria inversión en publicidad.