Dejé el anterior episodio al borde de mi despido por mi incapacidad para vender nada. Desesperado, bloqueado, consumido por la dudas. Así me sentía; y es, llegado ese punto, cuando todos nos cuestionamos nuestras propias capacidades y empezamos a aceptar la derrota.

Mis pensamientos eran… “Bueno, quizás no he nacido para esto.”; “Al fin y al cabo, soy ingeniero. Si no soy comercial me ganaré la vida de otra forma”; “Es una pena. Tendré que volver a España y a ver qué hago”.

Después de un fin de semana de reflexión, me dije: “OK. Esto es lo que hay. Voy a hacer mis últimos intentos a lo grande. Grandes males, grandes remedios.”

Me propuse llamar a las grandes cadenas con las que la empresa no trabajaba. Les pregunté a mis compañeros y me miraron con incredulidad.

  • ¿Qué vas a llamar a quién?
  • No sé … a Wallmart, a Sams Club, a Albertsons…

Todas, cadenas cuyas centrales no estaban ubicadas en la costa este (nuestra zona natural de influencia).

  • Ok, llama. Pero díselo al jefe – me dijeron con una media sonrisa.

Se lo dije a mi jefe que lo recibió con escepticismo.

  • No creo que pases de la secretaria pero si tienes ánimo, inténtalo – me dijo en un tono que yo entendí cercano a la compasión.

Me puse a llamar como un loco a unos y a otros y efectivamente no pasaba de la recepción o la secretaria.

“Le pasaré el mensaje, señor, gracias.”, “Le tomo nota, caballero.” “Hoy no se encuentra en la oficina.”. Y un ciento más de respuestas parecidas. Y lo normal, ¡claro! No vale la pena enfadarse. Para jefes de compra de empresas tan grandes sería imposible trabajar si recibieran todas las llamadas y las visitas que se le solicitan.

Pero hete aquí que en Sam’s Club (la filial de Cash and Carry de Walmart), la secretaria me atendió y sorpresivamente, me dio cita. Nunca sabré como ocurrió. Sospecho que me confundió con otra persona o era novata en el puesto, o ambas cosas a la vez. Pero apuesto por la primera opción por la aparente sencillez de la conversación. Mi apellido también se presta al equívoco con los italoamericanos ampliamente representados en el negocio hortofrutícola de los EEUU. Sea como fuera, tenía cita en una semana en Houston, TX (en ese momento, la oficina comercial de Sam’s Club estaba allí).

No me lo podía creer. Tuve que controlar mis ganas de pavonearme ante mis hostiles compañeros pero lo que no pude reprimir fue una enorme sonrisa al hablar con mi jefe.

  • Tengo cita en Sam’s Club la semana que viene. Necesito presupuesto de gastos para desplazamiento con vuelta en el mismo día si es posible – le dije, sonriendo.
  • ¿Te va a recibir Dan (Omito su nombre completo)? ¿Y eso? Pero, pero, pero… OK, dile a la secretaria que te busque vuelos y… – Me respondía aturullado y sorprendido.

Una semana después tomé un vuelo que salía muy temprano del aeropuerto Newark. Madrugón, taxi, aterrizaje, taxi y… allí estaba yo a media mañana en la recepción de las oficinas centrales de compra de Sam’s Club en Houston, Texas.

30 minutos antes de mi cita programada y dedicando mi mejor sonrisa a la señora que atendía la recepción de manera aséptica y mecánica.

  • Muy bien Mr. Del Pino. Rellene este formulario y siéntese en la sala de espera. Avisaré a la secretaria del señor …, que ya está usted aquí.

Pasaron 45 minutos y no me preocupé. Había leído, en algún sitio, que una de las técnicas de negociación de las grandes multinacionales es darte una cita de media hora, hacerte esperar, para ponerte nervioso y luego, apremiarte con que sólo te pueden dedicar 10 minutos. En mi cabeza había repasado cientos de veces las posibilidades y había ensayado ante el espejo una entrevista de 10 minutos… puntos fuertes, propuesta económica, servicio, seguridades, etc.

Pasó una hora y ya, sí, empecé a ponerme nervioso. Cuando pasó hora y media, me volví a acercar a la recepción y a la recepcionista, amablemente, me dijo que no sabía nada.

Dos horas y media después me consumían los nervios. Pensaba en mi vuelo de vuelta y en el margen que me quedaba para perderlo. “Si me llaman ahora, todavía voy bien” – decía para mí.

Tras varias visitas al mostrador de recepción, volvieron a contactar con la secretaria del jefe de compras y se confirmaron mis peores augurios. El señor … cancelaba todas las citas de su agenda. Volvía de un viaje y su vuelo se había retrasado. No se sabía cuándo podría llegar (si es que llegaba) a la oficina ese día.

Le pregunté reiteradamente a la recepcionista si había alguna posibilidad de que llegara, aunque tarde. Ella no tenía más información pero, ante mi insistencia, llamó a la secretaria personal del jefe de compras que salió a recepción.

Traté de recomponerme anímicamente y exponer, con un aire amable a la vez que desenfadado, que venía desde Nueva York y no quería desaprovechar el viaje. No sirvió de nada. Ella tampoco sabía nada pero busque su sintonía hablándole de temas personales (viejo truco), soy de España, bla, bla y bla, bla… Y me siguió el juego… con una agradable conversación de 5 minutos que yo entendí como: “a lo mejor viene, si te quieres quedar no hay problema”.

Y allí me senté otra vez a esperar. Tenía algunas llamadas perdidas de mi jefe en el móvil. No pensaba contestar. ¿Qué iba a decir? Me imaginaba volviendo con las manos vacías. ¿Cómo explicarlo? Ni siquiera había habido entrevista. Había llegado hasta aquí, para nada. El cachondeo de los “compañeros”, la cara de mi jefe; me lo imaginaba todo.

Y esta vez sí, me quedé bloqueado. No sabía qué hacer. Iba a perder el vuelo, eso ya estaba claro. Pero no quería volver. Si hubiera habido vuelo directo a España, lo hubiera cogido esa misma noche.

Me quedé en la sala de espera todo el día, sin comer, leyendo todas las revistas que había y se me empezó a poner “cara de perrito apaleado”. La recepcionista me miraba de reojo de vez en cuando. La secretaria salió a comer y me vio al pasar por la puerta. Volvió de la comida y entró ala sala de espera a saludarme.

  • ¿Aún aquí, Mr. Del Pino? – me preguntó amablemente.
  • Sí. Mi vuelo sale muy tarde y he decidido esperar aquí por si hubiera suerte. – Mentí lo mejor que pude. Mi vuelo hacía horas que había salido.

Ya eran casi las seis de la tarde, no quedaba nadie en la sala de espera y el personal empezaba a salir al terminar su jornada laboral. Un señor de mediana edad entró por la puerta, saludó a la recepcionista por su nombre y enfiló el pasillo de entrada a las oficinas. La secretaria del jefe de compras, que terminaba su jornada lo saludó en el pasillo y se volvió con él. Unos minutos más tarde volvían juntos por el mismo pasillo cargados con carpetas. Me levanté de mi asiento con la esperanza de que fuera él. La secretaria me atisbo desde lejos y creí entender que le comentaba en un susurro que yo estaba aún allí.

Sí. Definitivamente tenía que ser él. Seguía andando y me estaba mirando. Se dirigía hacia donde yo estaba y al llegar me ofreció la mano.

  • Hola Mr. Del Pino. ¿Cómo está? Siento haberlo hecho esperar y espero que me disculpe. Desafortunadamente, tampoco puedo atenderlo ahora. Necesito llegar a casa a un evento familiar y ya llego tarde. – me dijo, sin darme opción a siquiera decir ni pío.
  • Encantado de conocerle. Espero que me conceda cita otro día. – Le respondí sin muchas esperanzas de que así fuera.
  • Por supuesto, llame a mi secretaria y creo que el mismo lunes tenemos un hueco en… – Me decía mientras andaba hacia atrás hacia la puerta.
  • Bueno, creo que el lunes no podrá ser. Vengo de Nueva York y… – Le interrumpí.
  • ¿Y ahora? ¿Va usted al aeropuerto? – Me preguntó.
  • Sí, claro. He perdido mi vuelo de vuelta pero seguro que hay algún otro. – Le respondí.
  • ¡Vaya! Lo siento. ¿Sabe qué? Le llevo al aeropuerto y hablamos por el camino. Voy en la misma dirección.

No me lo podía creer. Casi una hora de trayecto hasta el aeropuerto disponiendo del valioso tiempo del importante Jefe de Compras de Sam’s Club para dar lo mejor de mí y de mi empresa. Para cuando me dejó en el aeropuerto, yo ya no era el señor Del Pino. Era “Dave”. Un simpático joven con el que se había reído y conversado amablemente de música, idiomas, literatura, viajes, familia, religión y claro está, “negocio”.

  • Dave, dame una llamada el lunes, me confirmas el volumen y empezamos a cargar clementinas al final de semana. – Me dijo con un sincero apretón de manos.

¡Toma ya! ¿Cómo que yo no valía para esto? ¿Quién había dicho que yo no tenía madera de comercial?

Mi vuelta fue un infierno. No había vuelo directo y tuve que hacer un par de escalas por medio país, pero no importaba… yo no fui volando, yo iba flotando. Flotando en la dulce sensación del éxito. La cuenta se convirtió en una de las más importantes de la empresa en poco tiempo y en mi tarjeta ahora ponía: “Sales Executive. Big Accounts.” (Ejecutivo de Ventas. Grandes Cuentas)

Muchas veces he vuelto la vista atrás y me he preguntado: ¿Cómo hubiera sido el resto de mi vida si no me hubiera obcecado aquel día? Si me hubiera vuelto en el primer avión. Si no me hubiera dado tanta vergüenza volver derrotado. Ni siquiera puedo presumir de entereza y obstinación ante la adversidad. De lo que sí puedo presumir, es de haber tenido algo de suerte (el viento cambió a mi favor) y haberla aprovechado. Puedo presumir de haber estado preparado y de haberme trabajado el discurso.

Y además aprendí algo muy importante… el secreto de la fidelización del cliente es que sientan que te deben algo. Lo que ocurrió no pasó debido a mi cultura general, mi personalidad empática y mi don de gentes (¡que también! Ja, ja). El jefe de compras sintió que me debía algo por tenerme allí esperando todo el día.

El problema para conseguir mantener a tus clientes en “deuda psicológica” contigo, es que hay que trabajárselo con: disponibilidad, sinceridad, servicio, esfuerzo, búsqueda de soluciones imaginativas cuando la situación se vuelve imposible y dejarle siempre claro que vas a agotar todas las posibilidades para conseguir dar el servicio.