En el artículo anterior, describí mis primeras experiencias comerciales en Nueva York y cómo mi hábil cliente coreano me había dejado desarbolado y cómo me instruyó con 4 lecciones que se me quedaron grabadas a fuego una vez que conseguí entender qué había pasado.

Unas semanas después me tocó otro reto de alto nivel. Desafortunadamente, otro de los contenedores de nísperos había llegado en malas condiciones y había que decidir si “limpiarlo” por nuestros propios medios o vender a pérdidas (las menos posibles) a algunos de nuestros contactos.

Mi jefe me puso en contacto con el señor AHMAD de la comunidad árabe-libanesa. Como en el caso del coreano, el negocio del señor Ahmad estaba basado en el servicio a los locales minoristas controlados por su comunidad (por extensión, la árabe).

En este caso, mi jefe también me aleccionó.

  • Dave, el señor Ahmad no tiene crédito. Si quiere comprar, cobramos por adelantado –dijo mi jefe.
  • ¿Por qué no tiene crédito? ¿es que no son serios? ¿tienen problemas financieros? –Pregunté yo ilusamente.
  • Son personas respetables y tienen dinero para pagar. No les doy crédito por su manía de renegociar el trato continuamente – afirmó contundentemente mi jefe.

Según me amplió mi jefe más tarde, el cierre del trato con Mr. Ahmad no terminaba nunca. Aunque se hubiera llevado la mercancía, volvería para contar que estaba en peor estado de lo inicialmente estimado. Una vez conseguido el descuento, volvería un tiempo más tarde para negociar las condiciones de pago inicialmente previstas y ofrecer el pago inmediato pero con un descuento por “pronto pago” (después de 2 meses).

Mi reunión comenzó de forma inusual. Supuestamente, iba a venir a nuestras oficinas de Manhattan, pero este día el tráfico era un infierno en nuestra zona por culpa de una reunión de la ONU. No sólo estaban cortadas muchas de las calles de acceso sino que los parkings estaban llenos. El señor Ahmad llamó desde su móvil y me pidió que bajara a la calle. Aparcó su furgoneta temporalmente en un apartadero de autobuses y allí mismo empezamos a negociar.

Pensé que tenía una ventaja. El tiempo corría a mi favor. Era sólo cuestión de tiempo que apareciera la policía y le pidiera a nuestro amigo que circulara. Así pues, podría dilatar el tema y jugar con… o quizás no. El tiempo corre para todos. Si subo a la oficina sin el trato, no voy a quedar muy bien.

El señor Ahmad se bajó de una furgoneta cochambrosa e iba vestido de forma “casual”. Estaba claro que pretendía mostrarse más pobretón de lo que realmente era. Seguramente, era una estrategia de “understatement” dedicada a los dueños de las tiendas donde repartía la mercancía.

Las formas del señor Ahmad eran refinadas, trato cordial, elegante y no parecía que la furgoneta mal estacionada fuera un problema para él. Se lo mencioné, casualmente, para ver si le metía presión, pero dijo que si venía la policía daba la vuelta a la manzana y volvía. Mi “estrategia de tiempo” quedó desactivada.

Allí estaba yo, esquina de la Calle 47 con la 3ra Avenida. Negociando precio, mientras el hermano del señor Ahmad, estaba en nuestro almacén del puerto de Newark inspeccionando la mercancía y dándole informe telefónico de las condiciones en las que se encontraba.

Me mantuve firme en el precio y jugué con las cantidades. Ya le había dicho que no quería vendérselo todo; que parte de la mercancía estaba comprometida y que si de verdad la quería toda, debía superar el precio de mi ficticio segundo cliente (o no tan ficticio, porque eran los precios de venta que mis compañeros en la oficina estaban consiguiendo)

Lo vi sonreír varias veces con mis torpes acometidas. Pensé (ensoñación más bien) que como buen árabe estaba complacido por tener una negociación dura y animada.  Animada, porque hubo tiempo para que me contara la historia de su familia y como acabó en Nueva York; y no descuidó interesarse por mí y mi historia personal, mientras halagaba alguno de mis pasajes.

Básicamente, conseguí el precio que llevaba en mente. Pensaba que había “ganado”.  Y tenía una sensación cálida. Había sido una negociación competitiva que había acabado de manera dulce y amable. Pero claro, faltaba un último detalle… Como me advirtió mi jefe, la negociación con él no terminaba nunca.

Nos dimos la mano y dijo:dollar bills

  • Acércate a la furgoneta que te voy a pagar.
  • ¿Me va a pagar en plena calle? – dije yo.
  • Sí. Claro. Tu jefe quiere Cash. ¿No? – respondió.

El señor Ahmad se puso a contar billetes pequeños de manera parsimoniosa en lo que me pareció una eternidad, mientras yo miraba a los trajeados ejecutivos pasar a nuestro lado. Nunca he vuelto a tener una sensación tan extraña. Seguramente, parecíamos dos camellos de medio pelo haciendo trato. Y justo antes de darme el enorme fajo de billetes, me dijo:

  • Bueno, no me has dado ninguna opción en la negociación. Espero que me trates mejor la próxima vez. – me dijo mientras bamboleaba el fajo de billetes.
  • ¿Qué tal si te pago un 15% más en el envío de la semana que viene? – Inquirió amablemente.
  • Es un buen trato. Vamos, dame algo de cancha. –Insistió.

Balbuceé un OK que me permitió coger el fajo y esconderlo en mi abrigo.

El señor Ahmad había interpretado las señales. Yo venía “escaldado” de la anterior negociación. Estaba siendo rocoso y cambió el tono de la negociación volviéndola amable y familiar. Me halagó y consiguió hacerme sentir cómodo.

Me dio lo que quería y jugó al “mercado de futuros”.  El precio había empezado a repuntar. ¿Sería más o menos del 15% la semana que viene? Nadie lo sabía. Pero si era menos, a él, le bastaba con no llamarme. Y si era más, me llamaría para exigirme cumplir el trato. Y sí, fue más… y salió ganando él.

Yo me apunté otra lección en mi libreta: “Termina la negociación. No la cierres en falso y procura conocer el impacto económico de cada detalle. Y por Dios, no juegues al mercado de futuros”.