Desde el ya lejano 1 de enero del año 2006, es obligatorio para los productores hortofrutícolas españoles (y europeos) la completa trazabilidad de sus productos.

Este nombre tan raro no es más que la concreción de «traza» y «habilidad«. Es decir, la habilidad de una organización (o agente externo a la organización) para seguir la traza de sus productos desde sus agricultores o fincas hasta sus clientes y/o a la inversa.

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Ya antes de la entrada en vigor había muchas empresas pioneras que lo llevan haciendo desde hace años, bien por una exigencia de los mercados internacionales o bien por un ejercicio de responsabilidad.

Las empresas hortofrutícolas, en general, han dado la bienvenida a esta iniciativa legal implementándola e incluso internalizándola como una estrategia de diferenciación sobre productos con orígenes en países terceros.

Para que esta estrategia de diferenciación funcione, la trazabilidad ha de mantenerse hasta el consumidor final. Y esto no ocurre actualmente. Tan pronto como el producto llega a una frutería o al lineal de un supermercado (con honrosas excepciones), las cajas ya presentes en las estanterías se reponen con producto de otras cajas que no tienen nada que ver con las expuestas.

Actualmente, sólo en los envases cerrados y debidamente etiquetados existe la garantía de la trazabilidad alimentaria. Lo cual, contrasta enormemente con cómo se exponen y venden las frutas y hortalizas en la Europa meridional. La venta de graneles en autoservicio o servicio asistido, es una fuente de malas prácticas generalizada.

Mención aparte merece, la sorprendente (e ilegal) presencia en mercados mayoristas de productos en “cajas de campo” sin ningún tipo de identificación.

Hasta ahora, habíamos supuesto que las autoridades (nacionales y europeas), que han promovido, con tanto acierto, la obligatoriedad de la trazabilidad a los productos bajo el principio de seguridad alimentaria para los consumidores, completarían el trabajo obligando a mantener la trazabilidad a los demás agentes de la cadena comercial.

Hasta ahora, habíamos supuesto que después de haber gastado el dinero en sistemas de seguimiento de nuestros productos, los productores tenemos el derecho de, no ya competir en igualdad de condiciones con productos de países terceros (ya que muchos de ellos no aportan la misma trazabilidad obligatoria que nosotros), pero sí al menos poder presumir ante los consumidores de que nosotros sí la tenemos.

Y por supuesto, habíamos supuesto que los consumidores (todos lo somos) deben de tener derecho a disfrutar de manera efectiva de la tan publicitada medida.

Pues bien, lo único constatado, hasta ahora, es que en la última crisis alimentaria hortofrutícola europea (la de “la E.Coli” y mal llamada, “del pepino”), en Alemania, la única empresa que había mantenido la trazabilidad en sus más altos estándares fue la única e injusta señalada, mientras el resto (incluso la culpable real – una empresa de brotes frescos alemana) eran protegidas por su anonimato.

Hasta que la trazabilidad no se mantenga de manera consistente hasta el consumidor final por todos los agentes de la cadena de valor hortofrutícola, la injusticia y la inseguridad penden, sólo y exclusivamente, sobre aquellos que cumplimos escrupulosamente la ley (el mundo al revés).

Hay todo un capítulo de nuevas tecnologías (como blockchain) que prometen hacer la cadena de valor mucho más transparente para los profesionales y para el público en general; pero, hasta entonces, este es mi particular “yo acuso” en previsión de la próxima crisis alimentaria. Habremos de seguir suponiendo que cada cual tiene que hacer su parte… ¿O es mucho suponer?