En la madrugada del 6 de marzo fallecía mi padre, Miguel del Pino Palomares. En su multitudinaria despedida ha sido posible compartir anécdotas, vivencias y historias con todos los amigos y familiares que se acercaron a su velatorio y sepelio. Seguramente, en lo personal y más cercano, no ha quedado mucho más que decir más allá de reiterar nuestro enorme agradecimiento a las muestras de sincero cariño de los que estuvieron personalmente y de los que, sin poder estar, nos lo trasmitieron desde la lejanía.

Por eso, este texto panegírico sobre la figura de mi padre, en mi blog dedicado al mundo hortofrutícola, necesariamente, se centra en momentos de su vida profesional para tratar de pintar al personaje. No creo que consiga poner la distancia que se requiere para hacer un texto equilibrado así que os pido que disculpéis que lo siguiente está filtrado por la admiración de un hijo.

Ayer empezaron a aparecer en prensa local los primeros artículos laudatorios y se repetían algunos epítetos: Líder, Visionario, Carismático. Pues, sí, sí y sí. Probablemente, sean los más adecuados para definirle profesionalmente. Pero, ¿cómo se llega a ser un líder carismático con una visión tan diferencial e innovadora en un sector cómo el hortofrutícola? Supongo que como todo en la vida, una parte la llevamos dentro; y otra, son tus circunstancias. Pero en su caso, las circunstancias de partida no anticipaban que se pudieran atisbar muchas posibilidades de ningún éxito posterior.

Mi padre fue un niño de postguerra en una de tantas familias a las que les tocó “perder”. Viviendo una de las zonas más pobres de España, desde los 12 años, se convierte en el “hombre de su familia” debido a una importante incapacidad de su padre. Desde esa tierna edad se empieza a ganar la vida como bracero agrícola pero no uno cualquiera. Su fuerza interior y física le lleva a aceptar trabajos vedados para la mayoría de los hombres hechos y derechos de la comarca. Trabajos como cargar arena de playa en burros y camiones en los que la brutal exigencia física permitía cobrar el doble del jornal habitual.

Su formación fue absolutamente autodidacta. En la escuela sólo le dio tiempo a aprender las primera letras y los primeros números antes de que las necesidades de su familia le impidieran continuar estudiando. No es que ni siquiera completara la escasa educación básica reglada de la época, es que al día de su fallecimiento aún no sabía escribir algunas letras en mayúsculas y las sustituía por el mismo trazo de las letras en minúsculas pero con un tamaño mayor. Y, sin embargo, no sé si como compensación, lo recuerdo siempre ávido de conocimiento y cultura. Lo recuerdo leyendo todo lo que caiga en sus manos e interesándose genuina y reverencialmente por todas aquellas personas de su entorno que pudieran enseñarle algo.

Otra faceta que creo que hace al hombre y al profesional es la de las convicciones. Desde una profundad religiosidad fue emergiendo su sentido de compromiso comunitario. De eso habla su vinculación de juventud a la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), incluso en actividades de oposición pacífica al régimen, para después encauzar su acción social con la asociación profesional agrícola de Jóvenes Agricultores (Hoy conocida como ASAJA), con FAECA (Federación Andaluza de Empresas Cooperativas Agrarias), con la Asociación 5aldía (su primer presidente) y, entre otros muchos capítulos de este recorrido, mención aparte para la cooperativa LA PALMA.

En todas estas andanzas que hacen al hombre y al profesional las anécdotas son muchas. Cada 23 de febrero todavía recuerdo con congoja cómo se vivió en mi casa el intento de golpe de estado de 1981. Debido a la participación de mi padre a principios de los 70 en una red de cobijo para huidos del régimen amparada por la HOAC, su nombre aún figuraba en una de esas listas de “sospechosos habituales”. Las autoridades locales y la guardia civil local, que había tomado partida por el bando democrático en nuestra zona, nos llamaban a casa para pedirle a mi padre que abandonara el domicilio familiar hasta que la cosa se fuera aclarando. Tras varias conversaciones, mi padre decidió seguir con sus quehaceres diarios en el campo.

Otra de esas andanzas que dan cuenta de su carácter fue su participación protagonista en la protesta y ataque “hortofrutícola” a la embajada francesa en Madrid el 20 de mayo de 1983 (https://elpais.com/diario/1983/05/21/portada/422316002_850215.html) como uno de los líderes nacionales de la organización Jóvenes Agricultores. En esta acción, los activistas de Jóvenes Agricultores junto con miembros del sindicato de transporte Fenadismer, protagonizaron un bloqueo de la embajada con toneladas de frutas y verduras y la rotura de multitud de cristaleras de la sede oficial de Francia en España con el lanzamiento de las propias frutas y hortalizas usadas como proyectiles. La protesta era una respuesta al injusto e ilegal bloqueo de la frontera francesa a las exportaciones españolas por parte de los agricultores franceses que contaban con la inacción de los gendarmes, aparte de los repetidos incidentes de vuelco y quema de los camiones españoles que transportaban mercancías hortofrutícolas. Gracias a la generosidad del juez, autoridades policiales y a la embajada francesa que no presentó cargos ni solicitó compensación por los daños causados, el juicio rápido de sobreseimiento y en el que, creo, que le acompañó como acusado un destacado líder de Fenadismer, nos permitió tenerlo en casa en los días posteriores.

Las dos anécdotas anteriores quizá os lleven a pensar que fue un personaje ideologizado, “echao palante” o de impulso enérgico. Muy al contrario; a día de hoy no podría deciros si mi padre fue de izquierdas o derechas. Creo que estas categorías no significaban nada para él. Nunca quiso entrar en la política a pesar de los múltiples ofrecimientos de la época. Y tampoco encarnaba el perfil de activista vociferante y exaltado. Todo el que lo conoció sabe de la paz que transmitía, de la bonhomía y por eso, el contraste era enorme cuando se le pisaba en el terreno de lo que consideraba “justo”. En esos momentos, toda su bondad se convertía en una roca; duro e inflexible.

Su gran obra profesional es sin duda la actual Cooperativa Granada La Palma (en tiempos Carchuna La Palma) con la que su compromiso personal no tuvo reservas ni salvaguardas desde el principio. Una pequeña cooperativa (SAT- Sociedad Agraria de Transformación, en términos de la época) de la localidad de Carchuna en la costa de Granada atraviesa una crisis que amenaza con llevarla a su desaparición. En una agitada asamblea general en el año 1982 en la que muchos de los pequeños agricultores asociados se dan de baja, sale elegido como presidente un joven agricultor de la zona, Miguel del Pino.

Tras su elección y constatar que se necesitaban préstamos por más de 65 millones de pesetas de la época para la continuación de la actividad empresarial, se produce una nueva ola de abandono de los asociados quedando unos pocos valientes que hipotecan sus casas y sus fincas agrícolas para conseguir el necesario préstamo que sólo Caja Rural de Granada se atreve a conceder.

El resto es ya una historia éxito empresarial y cooperativo más grande que su propio protagonista principal. Es una historia próxima a cumplir 50 años iniciada por unos pequeños agricultores sin formación y asentados en una de las zonas más pobres y atrasadas de España  que con una convicción, optimismo y determinación increíbles, vistos desde nuestro mundo actual, devienen en ser los referentes mundiales de varios cultivos hortofrutícolas.

Desde el principio reconocen que apenas si saben cultivar y eso cristaliza en un esfuerzo de formación continua. Se dan cuenta también que no son relevantes en el mercado por su reducida dimensión y buscan productos de especialidad con demanda incipiente para poder desarrollarlos.

Hay que hacer un enorme esfuerzo de salto en el tiempo para entender de qué estamos hablando. Mientras los agricultores del sureste español utilizaban las ventajas del clima local para producir frutas y verduras “normales” tempranas y extratempranas, estos agricultores ya estaban en lo que ahora llamamos “diferenciación”; qué cultivo alternativo puedo hacer o qué atributos extra le puedo conferir por calidad, certificación, etc.

Mientras los agricultores generalistas decidían cultivar lo de siempre, estos agricultores se iban con sus coches (o acompañando a los choferes de los primeros camiones frigoríficos) a los mercados europeos a preguntarles a mayoristas y detallistas qué necesitaban en cantidad y calidad para “planificarlo”.

Es decir, estos visionarios estaban dando, en el comienzo de los ochenta, los primeros pasos de creación y desarrollo de mercado y/o adecuación de sus productos a la demanda. Un paso, por cierto, que aún, hoy en día, tienen pendiente muchos agricultores y empresas de España ya lo daban unos modestísimos visionarios en aquellos entonces.

En su multitudinario funeral, embargado por la emoción, traté de trasmitir que mi padre deja un legado. Y que tenemos la responsabilidad de cuidarlo. Ha sido, sin ninguna duda, una de las personas más importantes de la agricultura Española pero ese no es su legado. Su legado habla de la necesidad de comprometernos, de ser generosos en el esfuerzo, de la moralidad, de que cooperando llegamos más lejos que solos.

Este es sólo un breve esbozo para honrar su memoria pero sé que ha tocado la vida de muchos y que los atributos de ese legado del que hablo son también más diversos. En cualquier caso, cuando alguien es tan brillante corremos el riesgo de pensar que no estamos ni estaremos a su altura. En su caso, ese brillo no nos opaca con su luz sino que, al contrario, creo que nos alumbra el camino.

Descanse en paz y que Dios lo acoja en su seno.