Hace más de una década España vivía en una burbuja económica histórica. Los trabajadores agrícolas o de centros de acondicionamiento abandonaban el sector para trabajar en la construcción. Incluso los pequeños propietarios agrícolas dejaban medio abandonadas sus explotaciones para centrarse en la bonanza de esa nueva economía de la que tanto presumían nuestros políticos y nuestra sociedad en general.

En aquel momento, yo dirigía una gran empresa hortofrutícola cooperativa y algunos trabajadores se acercaban a mi oficina para despedirse tras firmar su renuncia al puesto de trabajo. Muchas de las conversaciones eran, como poco, curiosas. La mayoría eran elegantes y con la necesidad comunitaria de comunicarnos que tenemos las gentes que somos de pueblo. Algo así como:

  • David, lo siento. Llevo 10 años en la empresa y necesito pensar en mi familia. Desde mañana, cuando empiece en la obra, voy a ganar más que tú (mi salario era conocido).

Pero otras conversaciones eran hirientes porque hacían un juicio moral a la totalidad del sector como actividad económica. Por expresarlo lo más cercano a lo que recuerdo:

  • David, este sector es una mierda. Sois unos explotadores. Trabajamos muchas horas cuando hay pico de cosecha y muy poco cuando la cosecha es corta. Y además, para la miseria que se cobra… yo por ese dinero ni me levanto ya por la mañana. Me voy a la obra.

Como comprenderéis, hoy, en retrospectiva, lo más importante no es que el sector pasó años con un déficit de mano de obra que se sorteó como se pudo. Lo más dañino fue el órdago moral a nuestra actividad económica. Esa sensación pegajosa de los dedos acusadores, visibles e invisibles, en los que tu actividad vital (a la que has dedicado tu vida) queda socialmente manchada.

Evidentemente, estamos en un negocio muy complejo, con mucha volatilidad, con mucha incertidumbre y que requiere trabajo duro y mucho compromiso; y que, además, paga “regular”. Este es el mundo de la agricultura. Pero, para una parte de la sociedad, no era suficiente con cumplir las leyes y los convenios colectivos.

El sector tiene muchas cosas muy positivas y también muchos problemas, que hoy no toca enumerar pero sí hay que seguir diciendo que no somos explotadores, ni es un sector de mierda.

No puedo ocultar que cuando la burbuja explotó tuve sensaciones contrapuestas. Por un lado, una pena enorme ante las dramáticas situaciones personales que se vivían a nuestro alrededor. Pero, por otro lado, también un sentimiento de vindicación moral: “O sea que, ahora sí, somos importantes. Ahora no es un sector de mierda”.

Espero que sepáis disculpar mi falta de objetividad en este “artículo-denuncia” que me está saliendo. Ya sé que hay situaciones duras en la agricultura. Que hay ámbitos minoritarios de ilegalidad o alegalidad. Que hay problemas/retos medioambientales que hay que afrontar y de los que debemos hacernos responsables… Pero me está volviendo a cansar este ambiente de impugnación moral de todo un sector.

Leo, con una mezcla de incredulidad e indignación, el goteo diario de veladas (o directas) acusaciones de explotación laboral, de contaminadores del medioambiente, de… mejor no seguir. El problema no es que se denuncien casos y problemas concretos, faltaría más. El problema es que con unos casos concretos minoritarios y aislados se persiga hacer una imagen negativa de todo el sector.

Nos preguntábamos si tras el confinamiento, la opinión pública valoraría al sector como actividad esencial. Pues parece que se está dando la batalla en medios de comunicación, en el activismo social, en la política y en las instituciones para que ocurra todo lo contrario. (Y lo siento, aquí yo también estoy siendo injusto generalizando; pero me da pereza señalar, una a una, las noticias de la últimas semanas).

Tras la crisis del 2008, nos convertimos en un sector refugio que se benefició incorporando mucho talento. Muchos de los que volvieron (o llegaron por primera vez) se han quedado y han aportado para hacer mucho por el milagro de competitividad y exportación de este sector en España en los últimos 10 años. Y las condiciones han mejorado enormemente. Hemos desterrado, casi definitivamente, la frase que nos decían en la escuela del pueblo cuando crecíamos: “el que vale, vale; y el que no, va al campo”.

No quiero ser autocomplaciente pues soy muy consciente de las realidades que todavía nos toca vivir y de lo mucho que hay que mejorar. Pero, en ese sentido, hoy quiero acordarme de aquellos que estén pensando en acercarse a la agricultura como proyecto de vida tras esta debacle económica post crisis del COVID. A los que piensen que este es un sector refugio, déjenme que les dé algunos consejos:

  • Si tienen una visión romántica (mayormente urbanita) de la agricultura, no se acerquen a este sector.
  • Si quieren un horario ordenado que les permita hacer otras cosas “por internet”, olvídense.
  • Si piensa que si esos cazurros del pueblo pueden hacerlo, usted lo hará mejor… déjeme que me ría.
  • Si piensa que este sector, por ser primario, no es de profesionales, está usted, muy pero que muy, equivocado.
  • Si piensa que “el niño” (que ya se afeita) y no tiene trabajo (ni lo quiere) puede ocuparse de la explotación heredada en el pueblo, perderá usted hasta la camisa en el intento.
  • Si no le gusta vivir con incertidumbre, recuerde que nos pasamos la vida atentos a si llueve, si hay viento, si las plagas nos acosan o si el precio será el correcto.

Viendo venir la que viene, me empiezo a poner la tirita. Este sector no tiene barreras de entrada. Todos son bienvenidos pero háganse un favor, recuerden que aquí sólo ofrecemos: trabajo duro, compromiso continuo, profesionalidad y el dinero que entre todos seamos capaces de generar.

Os invitamos a compartir nuestros desvelos y nuestras esperanzas pero si venís a aleccionarnos, sin haber vivido y compartido antes nuestra realidad, os digo una cosa: ”os podéis meter vuestros torcidos y alienados juicios morales por donde os quepan”.