Como muchos de vosotros sabéis, durante un tiempo viví y trabajé en los EEUU y eso incluyó no poder volver a casa por Navidad. Sigo recordando con cierto pesar no poder estar con mis padres en Nochebuena durante aquellos años pero este hecho se va tamizando con la lejanía de aquellos años.

Llega a mi memoria la forma extraordinaria en que se viven estas fechas en la alocada ciudad de Nueva York. El ajetreo continuo, las compras en la gran manzana, las espectaculares decoraciones navideñas, el frío y la nieve en Central Park, el árbol y la pista de patinaje del Rockefeller Center y un largo etcétera.

De todo aquello, una parte se vino conmigo. Como decía… tendemos a dulcificar nuestros recuerdos. A olvidar lo negativo y a recordar lo positivo. Debe ser una manera natural de sobrevivir pero atesoro con especial cuidado una de las tradiciones que más me llamó la atención: “la carta Navideña”.

Mucha gente tiene la buena costumbre de hacer balance sobre sus vivencias del último año escribiendo una carta que luego envía a sus amigos y familiares. Puede que sea una consecuencia lógica de las diferencias culturales y de la liviandad de los vínculos familiares en ese país.

Nada comparado con nuestra cultura. ¿Qué le vamos a contar a nuestra familia en una carta que no le hayamos dicho ya al teléfono (o personalmente) casi cada semana?

Me siguen llegando “cartas de Navidad” de algunos amigos y colegas de aquellas época. Algunas largas, otras cortas, de vidas exitosas y vidas puestas a prueba por la adversidad pero todas con un mensaje de esperanza.

Desde hace tiempo ya, procuro, cada año, hacer también “mi carta”. Al principio y debido a mi timidez, escribía alguna pretendida divertida historieta (dándole rienda suelta a mi afición por la escritura) con moraleja y relativamente basada en mi vida personal.

Ahora escribo mi carta por aquí, en este blog, con las puertas abiertas, como homenaje a todas esas cartas que me han ido llegando a lo largo de los años y que me han hecho sentir especial por ser merecedor de recibir noticia de las vidas, deseos y desengaños de los que alguna vez formaron parte de mi vida más cercana.

Pues bien empecemos…

Este es el segundo año de nuestra aventura familiar y empresarial en Málaga; y aquí seguimos, confiando en que trabajando honesta y diligentemente nos ganaremos nuestro lugar en el mundo.

Este otoño las niñas han cumplido 9 y 11 años y ha sido el año en que la magia se ha perdido. Ha sido el año en que el universo mágico que nos acompaña en nuestra niñez ha empezado debilitarse. Ha sido el año en que han descubierto que “Papa Noel son los padres”.

Probablemente mi hija mayor ya lo intuía pero en su escala de valores no es concebible que sus padres la engañen. Se aferra, en su inocencia, a una visión del mundo lleno de bondad y generosidad que la hace sufrir y rebelarse con las injusticias que va percibiendo. El contraste y conflicto entre: cómo siente que debería ser el mundo (pues le viene de dentro) y cómo empieza percibirlo.

  • Daddy (mis hijas me llaman Papá en inglés), ¿Por qué hay gente pobre? ¿Por qué hay guerras? ¿Por qué contaminamos el planeta? ¿Qué podemos hacer para ayudar? …

Y un millón de preguntas más, cada día, para las que apenas tengo respuestas…

En cambio, mi hija menor sí percibe la mentira en el mundo. La percibe de manera preventiva. Necesita contrastar los datos con “varias fuentes” y asume las verdades dolorosas de la vida con cierta dosis de si no, pesimismo, realismo contenido. Como necesitando comprender para quedarse algo más tranquila.

Por eso, esta vez, ha sido tan duro. Nuestra pequeña vino del colegio con preguntas ineludibles…

  • Daddy, dime la verdad. ¿Papa Noel y los reyes magos existen de verdad? Mis amigas dicen que los regalos los compran los padres.

Obviamente, esto ya había ocurrido antes. En años anteriores habían llegado preguntando cosas parecidas. Pero esta vez, mi hija pequeña dijo las palabras “clave”:

  • Pero Daddy, quiero saber la verdad y por favor no me engañes.

Lo dijo de un modo taxativo, con urgencia y cierto dolor en la mirada. Estábamos los cuatro (hijas y padres) en la entrada de la casa, quitándonos los abrigos y el mundo se detuvo por un momento (o así lo percibí yo).

Miré de soslayo a la mayor. Sus profundos ojos negros estaban clavados en mí, penetrantes, mientras sus cejas arqueadas dibujaban una interrogación en su cara. Y me sentí atrapado. Ya podían habérselo preguntado a su madre… por qué me han tenido que hacer a mí la pregunta.

Mi respuesta balbuceante no necesitó ser completada para que ellas sacaran sus primeras conclusiones.

  • ¡Ves! ¡Te lo dije! – Dijo la pequeña con una rabia incontenida dirigida hacia su hermana y que terminó en un llanto desesperado.
  • Pero, Daddy… ¿Por qué?… ¿Por qué?- Me decía la mayor, mientras sucumbía también a unos lloros decepcionados.

Y ahí temí haber roto el vínculo. Temí haber roto ese “contrato natural” por el cual los padres (y las madres) son esos seres protectores, poderosos, sabios e íntegros.

Así que intenté improvisar un discurso cuasi-filosófico sobre la importancia de mantener la magia en la vida. La importancia de entender de forma trascendente que la esperanza es un valor innato a la experiencia humana, que los milagros son reales pues la propia vida es un milagro en sí mismo. En fin, un discurso del que difícilmente se llegaban a escuchar algunas palabras sueltas entre la combinación de unos llantos enrabietados y otros desconsolados.

La reacción de mis hijas me ha descubierto que ellas y yo (y su madre también) venimos de mundos muy distintos. Venimos de mundos separados por más de 30 años en el tiempo. Y no parece que yo sea capaz de anticipar sus vivencias y sentimientos.

Yo vengo de un mundo en que el regalo de Reyes te lo entregaba tu abuela en mano y era, con mucha probabilidad, ropa interior y calcetines. Un mundo dónde ese día de Reyes tenías un regalo para el que habías estado ahorrando todo el año. Un mundo en que la inocencia recibía un choque de realidad tras otro por la situación económica de la familia y de la empobrecida sociedad rural de un pueblo del sureste de España.

Me gustaría encontrar los argumentos y la capacidad para, a partir de ahora, poder trasmitirles a mis hijas las “verdades duras de la vida” mientras mantenemos el espíritu y la esperanza en que las cosas buenas pueden y deben ocurrir si nos esforzamos para que así sea.

Afortunadamente, la tormenta en casa ha pasado. Al día siguiente, nuestra pequeña pasó por el salón, dónde me encontraba leyendo distraídamente y me soltó (con un guiño y una sonrisa de medio lado):

  • ¡Hola Daddy!… ¡ejem! Quiero decir, hola Papa Noel.

Y salió corriendo hacia su habitación riéndose con esa risa tan extemporánea que la caracteriza. Ni que decir tiene me esa broma me reconcilió con el mundo y aún me dura lo suficiente como para que os comparta mi alegría.

Han vuelto a escribir sus tradicionales y decoradísimas cartas a los Reyes Magos aunque, ahora, ya no sé si quieren mantener la magia o quieren hacer felices a sus padres. En cualquier caso, ambas opciones me gustan.

Os deseo todo lo mejor para estas fechas y que seamos capaces de mantener la esperanza en medio de las dificultades que la vida nos traiga. Algo que en nuestro negocio agroalimentario es absolutamente fundamental.

¡Feliz Navidad!